dissabte, 3 de gener del 2009

Si las moscas van al cielo


Hace ya algún tiempo, asistí públicamente a un asesinato reclamado por consenso en la terraza veraniega de un bar. Justo después de presenciar la tragedia, le pregunté a mi madre: “¿Madreee, dónde van las moscas al morir?”. La esmerada lucha de su abanico contra la multitud de insectos supervivientes del lugar le impedía dedicarme su mirada. Aún así, y con el diminuto cuerpo presente del desafortunado bicho moribundo encima la mesa, pudo responderme sin atender con demasiado entusiasmo: “Al cielo, hijo, van al cielo”.

La escena de aquella calurosa tarde de domingo me resultaría difícil de olvidar. Normalmente, la ingenuidad de un niño se ve obligada a ingerir las palabras de su madre sin rechistar. De ese modo fue como, con el tiempo, aprendí que la mía creía que no sólo las moscas descansaban en el cielo, sino que también lo hacían personas y animales muy diversos, eso sí, “siempre y cuando hubiesen obrado correctamente en vida”. Y ahí justamente residió la angustia de mi infancia. Durante años me pregunté: ¿qué malas obras debió realizar esa mosca para cambiar su entretenida merienda por el aplastante sabor de la muerte?

Partiendo de la idea que mi madre me había inculcado, estaba claro que ese pobre insecto tenía que haberla cagado en algún momento. Después de arduas investigaciones, averigüé que el único deseo que tiene cualquier mosca (incluso ésa en particular) es sobrevivir mientras goza frotándose las patas cuando se aburre. No creo que eso sirviera de mucho, pero al menos me ayudó a descubrir que la muerte es totalmente imprevisible (sobre todo si juegas con tus patas cuando no sabes qué hacer).

Si hipotéticamente admitía que las moscas acababan en el mismo lugar que los humanos que habían vivido sin pecado, aparecía una nueva cuestión sin resolver: ¿Qué era entonces lo que tenía de tranquilo el paraíso? Siempre imaginé que dicho lugar era un espacio repleto de jacuzzis kilométricos en forma de nube, llenos de hombres y mujeres vestidos con diminutos taparrabos de seda comiendo fruta despreocupadamente. Si realmente resultaba ser así, quizá no valiera la pena dedicar toda una vida a hacer el bien, dado que es imposible concebir en una misma imagen uvas idílicas y moscas husmeando en la fruta o hurgando en tu nariz.

La verdad es que, frente a tan desconcertante panorama, tuve que conformarme con crecer con mi obsesión siempre latente. Fue una convivencia obsesiva fácil: mi subconsciente sabía lo que me asustaba y yo era consciente de que lo sabía de sobras. De ese modo, resulta sencillo entender que a lo largo de mi infancia procurara evitar frotarme manos y pies por temor a conocer el desafortunado desenlace de esa mosca veraniega.

Un día, el mismo año en que presencié el homicidio, al salir de clase, acabé esperando solo, junto a la puerta del colegio, que mi madre viniera a buscarme. Era una tarde de invierno y el frío penetraba en mi cuerpo al igual que el viento helado recorría toda la ciudad. Inconscientemente, acerqué mis manos, creando un vacío perfectamente simétrico, y soplé en su interior para sentir por unos segundos el placer del aliento cálido entre mis dedos. Acto seguido, junté las palmas y las froté tanto como pude para alargar al máximo la sensación que en esos momentos de desesperación apareció como la más increíble de las revelaciones. Caí en la tentación. Por necesidad y no por capricho, pero caí en la tentación. Durante unos instantes permanecí aturdido a la espera de la llegada de mi muerte inminente; la irresponsabilidad de mis actos presagiaba el peor de los desenlaces. Así, sin más, mientras observaba la calle desierta arriba y abajo esperando su aparición y mi último suspiro, la vi. Parecía acercarse en cámara lenta; empezaba a oscurecer, pero ella venía iluminada. Los segundos que tardó en colocarse frente a mí parecieron horas embotelladas en un reloj de arena, pero llegó. Iba bien vestida, se lo dije titiritando, me dio las gracias y un par de besos. Era mi madre (quién si no) que venía con retraso por culpa de una reunión. Su coche tenía los faros prendidos, la calefacción asfixiante en su interior y, la verdad, creo que jamás he sentido tanta ilusión al verla como en esa tarde de espanto.

Nunca volví a preguntarle acerca de la muerte. Tuve miedo de que sus comentarios sin pretensiones acabaran causando más intrigas en mi curiosa mente infantil. Hoy, de todo aquello he aprendido algo valioso: nunca daré lecciones de trascendencia a mis hijos. Más que nada… Por si las moscas.

(escrito en Junio de 2006)